Cuando
estamos en la penúltima etapa de las maratonianas elecciones francesas, las más
dilatadas de Europa (y las segundas más largas del mundo tras las eternas estadounidenses), no me resisto
ha plasmar varias reflexiones sobre la misma.
Recuerdo
especialmente la última vez que el hexágono eligió a su monarca republicano ya
que personalmente fueron las primeras elecciones que seguí con autentica avidez
hace ahora cinco años.
Entonces,
el avezado corredor de pista Sarkozy se impuso a la una Ségolène que no paraba
de dar palos de ciego. Hoy, el Presidente corre nervioso un sprint final que le impida llamar al
camión de mudanzas, mientras que el candidato socialista, François Hollande
realiza una marcha por los Campos de Marte esperando tranquilamente a que
aparezca el Eliseo por alguna esquina. Evocando a otro aficionado a estas caminatas (le promenade) era aquel del que ahora
Hollande se quiere hacer pasar como una versión 2.0: Mitterrand.
Trailer de la película: Le Promeneur du Champs de Mars
Con
los sondeos en la mano, verdadera arma política de destrucción masiva; todo
parece indicar que se volverá a cerrar el circulo ideológico presidencial
iniciado tras De Gaulle: gaullista à liberal à socialista: Pompidou à Giscard à Mitterrand à Chirac à Sarkozy à ¿¿Hollande??
No
obstante, los franceses son un pueblo raro, rodeados de una mitología y valores
propios que al resto de europeos nos cuesta comprender. Más en una época donde
se realizan verdaderos malabarismos con tal de disimular la huida de la grandeur, autentico leitmotiv nacional. Verdadera prestidigitación como dejar decidir a Alemania, cuando
nunca has dejado de mirarla con suspicacia y altanería, con la única condición
de hacerle las ruedas de prensa y aparentar que todavía estas ahí. Los
franceses son muy de aparentar, otro hecho innegable de su carácter.
Políticamente,
serán mucho más interesantes los datos de la primera vuelta que los de la
segunda (que al fin y al cabo constituyen para el votante la elección del mal
menor). En la primera vuelta se vota con el corazón, en la segunda, con la
cabeza.
Votar
con el corazón puede implicar dos cosas: votar al que más te gusta (de ahí que
los dos candidatos mayoritarios a duras penas superen en 50% en intención de
voto), o al antagónico del que más odias (los in crescendo Le Pen y Mélenchon).
Con
los votos de la primera vuelta se podrán percibir los resultados de las
legislativas de junio, pasando el tamiz del sistema electoral súper-mayoritario
(distritos uninominales a dos vueltas). Y a partir de ahí los cambios
tectónicos partidistas que acaecerán. Especialmente en el totum revolutum de la derecha francesa, donde una UMP (nacida inicialmente
como Unión para la Mayoría Presidencial y remasterizada luego con un nombre más
light) tendrá poco que hacer sin esa
mayoría, y es que el poder une mucho, muchísimo.
Pero hasta
entonces, la carrera sigue abierta por ver quien inmortalizará su figura
en el nuevo testimonio del carácter sano y jovial de los presidentes,
impuesto desde los gabinetes de comunicación: la foto haciendo footing.
Post
Scríptum: Si pudiera votar en las presidenciales francesas, votaría con el
corazón y en positivo; hacia el candidato que más me gusta ideológica y
personalmente, pese a ir por los suelos en los sondeos: Dominique de Villepin.
Un aristócrata laico que representa el gaullismo clásico, representante del
poder del estado y de la alcurnia funcionarial pero que nunca negaría la
diversidad de la sociedad francesa (es miembro de esa amplia parte de la clase política
francesa, biológicamente en decadencia que es nacida en outre-mer) ni caería en absurdos populismos eurofobos. Y sin
olvidar nunca la faceta social.
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